Otra vez el horror ha conmovido al mundo. Como en Nueva York, como en Madrid y como en Londres. Pero esta vez le ha tocado a un país de Asia. El martes último, en Bombay, la capital económica de la India, siete explosiones en cadena en los ferrocarriles urbanos volvieron a provocar una tragedia sin precedente.
A través de los medios de comunicación, la sociedad mundial fue testigo de las crudas imágenes que dejaban las decenas de muertos -probablemente más de 200, según las últimas noticias- y los centenares de heridos en el lugar del hecho, más la repetición de miles de escenas de pánico de gente aturdida que trataba de huir no se sabe adónde.
El objetivo: producir un espantoso atentado, organizado con toda la alevosía de que es capaz un terrorista y programado para que, a la hora pico del transporte, estallaran las bombas activadas en los trenes de las siete estaciones de la línea oeste del ferrocarril de Bombay. El resultado: otro crimen contra la humanidad.
Desde luego que inmediatamente de producido este hecho horroroso, ha venido a la mente de todo el mundo la matanza de Madrid, ocurrida el 11 de marzo de 2004, por los paralelismos que guardan ambos hechos. Podría incluso hablarse de una “copia”, sobre todo porque está otra vez en primer plano el número 11 relacionado con un siniestro atentado terrorista.
Sin embargo, parece que esta vez no están detrás de este hecho miembros de la organización Al-Qaeda, sino que se trataría de terroristas paquistaníes, específicamente extremistas cachemires del grupo Lashkar-e-Toiba, que en el pasado ha utilizado métodos muy parecidos para atacar distintas ciudades indias, como Benarés en marzo último y Nueva Delhi en octubre del año pasado.
Este y otros grupos islámicos reivindican para Paquistán a toda Cachemira y consideran a la India, junto con Israel y los Estados Unidos, culpable de esta situación. Este atentado, entonces, además de sembrar caos y desconcierto entre los ciudadanos, tendría como consecuencia que se desate todo tipo de represalias contra la población de religión islámica y se provoquen enfrentamientos entre distintas comunidades; por ejemplo, que se encienda aún más el antagonismo existente entre fundamentalistas islámicos y nacionalistas hindúes.
De todas maneras, independientemente del lugar donde ha ocurrido este hecho, lo que se repite ominosamente es el crimen horrendo, cometido contra miles de seres humanos indefensos que mueren en nombre de oscuros intereses que, indudablemente, van más allá del puñado de reclutados para llevarlo a cabo efectivamente.
Lo ocurrido anteayer en Bombay sirve como lúgubre recordatorio para aquellos que, con muchísima frecuencia y ligereza, tienden a olvidar que el terrorismo no distingue entre amigos y enemigos a la hora de atacar. Se mata brutalmente y al azar, buscando causar la mayor cantidad posible de víctimas porque cuantas más sean mayor será el lugar que esta noticia ocupe en los medios y mayor el triste “honor” que le quepa al grupo que se reconozca como autor del asesinato en masa.
Una vez más repetiremos aquí lo que ya dijimos en ocasión del atentado de Madrid. La memoria de la violencia ocurrida y la certeza de que puede volver a ocurrir deben alertar al mundo democrático y comprometido con la defensa de los derechos humanos para buscar una salida. Sin distinción de ideologías ni de tendencias, las naciones libres deben unirse para erradicar definitivamente el terrorismo de la faz de la Tierra. Porque no puede ni debe haber espacio para la discrepancia o el desencuentro sobre este tema -y nuestro país es testigo de cuán cruelmente puede golpear y separar a una sociedad un hecho de estas características-, cuando se trata de desbaratar a los enemigos de la paz y de la vida humana.
