Siempre hablamos del campo, del trabajador rural, emprendedores, actualidad, y tantas otras cosas más que suceden en nuestra agroindustria querida. Pero pocas veces tenemos el tiempo para detenernos a saber que hay detrás de todo ello. Una historia, una vida, un sueño, un castillo de cristal.
Hoy, en un contexto mundial de pandemia, de COVID-19, de cuarentena preventiva y obligatoria, quizás encontremos ese espacio, ese momento para leer una historia de vida. No una cualquiera, sino una de arraigo, una que nace desde la tierra y crece como un árbol, echando raíces.
Por eso, desde Infocampo decidimos crear nuestra categoría “Pan de campo”, dedicada a las historias de vidas que hicieron y hacen el camino del agro. Esos que nunca dejaron de creer, de intentar. Esos que jamás buscaron la solución fácil, y le metieron para adelante sin mirar atrás. A esos, nuestro respeto y espacio.
El primer caso se trata de la familia Camargo y todo comienza con el cierre de una planta, y con un tal Carlos desempleado. Pero antes de dar inicio a la historia, agradecemos a la Confederación de Organizaciones de Productores Familiares del Mercosur Ampliado (COPROFAM), y a Federación Agraria Argentina (FAA) quienes amablemente y de forma desinteresada, nos cuentan y nos permiten difundir estas historias.
Los Camargo
En 1998, Carlos Camargo tenía 46 años y una familia integrada por su esposa, Beatriz Vázquez, y sus dos hijos, Leticia y Carlos. Trabajaba en la bodega Resero, como uno de los encargados de vincularse con los productores de uvas para comprar las materias primas en la zona de San Rafael (Mendoza). Todo cambió tras la decisión de la empresa Cartellone, quien tras adquirir Resero decidió dejar de producir en la zona y cerró la planta. Carlos, junto a otros 400 trabajadores quedaron desempleados y en busca de nuevas oportunidades.
La esposa de Carlos, Beatriz, provenía de una familia de finqueros y había vivido hasta que se casó, a los 22 años, en Goudge, San Rafael. Con Carlos prosperaron y se mudaron al centro de la ciudad, pero ella siempre le expresaba a su marido las ganas de volver a vivir en una finca. La situación laboral de él, más las ganas de ella conjugaron una nueva historia: vendieron su vivienda y adquirieron 6 hectáreas en Las Paredes.
“Con la diferencia del cambio que nos había quedado, plantamos viñas. Como yo venía del rubro y mi mujer era de familia de productores, decidimos producir uvas y mantener las plantas y la estructura de la finca, que tiene 102 años, pues fue construida por unos italianos en 1916, cuando llegaron aquí tras escapar de la guerra, en su país de origen”, relata Carlos.
Cambio Rural con gusto orgánico
En esos días, él estaba vinculado con el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), y en paralelo, la entonces Secretaría de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentos del Ministerio de Economía de la Argentina había lanzado el “Programa federal de reconversión productiva para la pequeña y mediana empresa agropecuaria”, más conocido como Cambio Rural (CR), que buscaba “promover y facilitar la intensificación y reconversión productiva de la pequeña y mediana empresa rural”.
“Pudimos constituirnos como grupo Cambio Rural, lo que nos ayudó a ver que debíamos sumar valor y que podíamos vender mejor nuestros productos si nos vinculábamos con el turismo que llegaba a la zona. Yo me había asociado con un enólogo, ex compañero en Resero y de a poco empezamos a producir vinos con nuestras uvas”, recuerda.
En ese entonces tenían vides en 4 hectáreas y producían alrededor de 40.000 kilos de varietales. Elaboraban vino propio y la uva restante la entregaban a una bodega de la zona.
“Mi mujer siempre creyó que teníamos que tener la producción orgánica, que debíamos ser amigables con el medio ambiente, e insistió en que certificáramos la finca”, explica Carlos.
Pero Beatriz no se queda atrás y profundiza: “Yo siempre tuve esas ideas. Cuando era chica los pocos químicos que se usaban en la finca se mantenían muy alejados de nosotros y lo incorporé así. Además de eso, leí sobre los jardines de Findhorm en un libro que me generó más ganas de producir de manera saludable y orgánica. Y en el año 2000 logramos que viniera la ‘Organización Internacional Agropecuaria’ para certificar la finca. En el primer año, aprovechando un corral con guano de caballo que había en el predio, planté unos tomates que aboné con ese material, sin químicos. Vendí un montón y me hice conocer en la zona, sin quererlo, porque yo solo quería comer sano y vivir como lo había hecho mi familia”.
Ambos emprendedores coinciden en que la certificación fue un paso muy importante para el emprendimiento, pues aportó un gran valor agregado a los productos y los ayudó en la difusión a nivel nacional e internacional de la finca. “Somos de los productores más antiguos certificados en San Rafael”, explican.
Crisis, vinos y Federación
Todo iba bien hasta que… La Argentina de los vaivenes económicos se las complicó un poco. La crisis del 2001, los encontró endeudados con el Banco Nación.
“En 1998 habíamos pedido treinta mil pesos para plantar la uva. Con esa crisis, la deuda que era en dólares se pesificó. Pasamos a tener que cancelar 170.000 pesos, lo que nos obligó a vender dos hectáreas de nuestra finca para salir adelante”, cuentan y añaden: “Pero pudimos hacerlo”.
“Hicimos una asociación estratégica con el enólogo: él ponía la técnica y yo la sabiduría de la viña.Trabajamos varios años juntos hasta que él pudo hacer su propio emprendimiento en 2007, por lo que cambiamos de técnico. Luego aprendimos a hacer espumantes. Además, siempre plantábamos verduras para consumo de la familia. Teníamos además duraznos, ciruelas y damascos, que usábamos para comer y hacer conservas”, explican los Camargo felices al mirar hacia atrás.
En el 2000 ya estaban vinculados con Federación Agraria Argentina, y crearon la filial en dicha localidad.
En el 2010, Carlos fue invitado a viajar a Italia a través del programa Fosel, implementado entre la provincia de Mendoza y la Organización Italiana de Cooperación. Programa que promueve procesos de desarrollo local equitativos para mejorar las condiciones sociales y económicas de ciudades de esa provincia, Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires.
“Siempre estuve en FAA y también soy socio de la Cámara de Comercio de San Rafael, así que ambas instituciones pidieron que fuese uno de los que viajara a ese país para aprender a hacer aceite de oliva”, relata Carlos.
Nuevos caminos
Los Camargo aún no eran olivicultores, pero sabían que el vino siempre se liga al aceto balsámico y al aceite. En su viaje se interiorizó acerca de las técnicas que se usan en Italia desde hace muchos años para producir aceite de primera calidad, “aprendí a meter la mano en la pasta, como dicen ellos”, recuerda él, risueño. Pero no solo eso. Volvió con los planos para construir las máquinas necesarias para producir el aceite, por lo que en 2011 pusieron en marcha la fábrica de aceite de oliva.
“Además, me traje una visión más grande de lo que es el turismo rural. Desde que vivimos en la finca siempre se la hemos mostrado a los turistas. Hacemos visitas guiadas para turistas y colegios. Recorremos las viñas, la bodega, las elaboraciones de vinos y aceites, les mostramos cómo producimos de manera orgánica y sustentable. Y el viaje también me enseñó que los pequeños y medianos productores tenemos que encontrar maneras de vincular nuestras producciones con los turistas locales, nacionales e internacionales, mostrar cómo hacemos lo que hacemos, porque es algo que resulta atractivo y aporta un gran valor agregado a nuestros productos”.
En estos años, los Camargo tuvieron que ir actualizando la infraestructura de la finca de modo que cumpliese la normativa vigente para recibir a los turistas. “Tuvimos que gestionar habilitaciones en la Municipalidad, en el ente de Turismo y un seguro específico. Y lo fuimos logrando, lo que significa que un productor chico también puede, porque nuestra familia siempre pudo hacerlo”, cuenta.
Yerno y nuera a la orden del día
El yerno de ambos, Walter, es quien los ayuda en las tareas de la finca. Y desde el año 2012 sumaron a Miguel, el único empleado del emprendimiento. “Para un productor chico, cuesta mucho mantener un empleado, porque el costo laboral es muy alto. Estos emprendimientos llevan mucha mano de obra: hay que trabajar en la viña, en la bodega, en los olivos, en los frutales, hacer y mantener la infraestructura. Pero acá hacemos todo nosotros. Solo contratamos a otras personas muy pocos días al año, para la cosecha. El resto del tiempo, tenemos el lema ‘hacer un poquito cada día’, y nos funciona”, relatan.
Pero no es solo eso. Marcela, su nuera, trabaja en sistemas y los ayuda con la comunicación de la finca. Armó un video institucional que les permite dar a conocer lo que hacen. Además, Zoe (una de sus nietas) a sus doce años ya se empezó a interesar en la comercialización y los acompaña a las ferias. Por su parte, su otro nieto Alejo (de 11 años) ayuda en lo que puede porque le gusta compartir con sus abuelos.
En paralelo buscan permanentemente alternativas para recuperar los costos de producción y agregar valor a sus productos.
“Por el damasco o el durazno a los productores no nos pagan casi nada. Pero las plantas están y, si se mantienen, dan producción todos los años. Así que hemos logrado que un amigo haga dulces orgánicos, con los 2000 kilos que dan las 10 plantas de damasco que tenemos. Ofreceremos las conservas a los turistas y nos beneficiaremos ambos: ellos porque van a pagar precios bajos por productos orgánicos y artesanales, y nosotros porque habremos podido vender nuestra producción”, se entusiasman.
Un pequeño gran éxito
A la fecha, la finca produce aproximadamente 8.000 kg de uva por año, de los que se obtienen unas 6.000 botellas que hacen 4.500 litros de vino y venden a $100 la botella; también producen 2.000 litros de aceite de oliva que comercializan a $200 por litro. De lo que obtienen por el emprendimiento, pagan el sueldo del empleado y luego reparten lo que queda entre Beatriz, Carlos y Walter. A ese ingreso se le suman las jubilaciones que ambos cobran como producto de sus años de trabajo.
“En estos casi veinte años hemos podido estar en familia, con una buena calidad de vida nosotros, nuestros hijos e hijos políticos y ahora nuestros cuatro nietos también: Zoe, Ignacio, Alejo y Emilia. Esperamos que el aporte de nuestra experiencia en el manejo de la huerta, la fábrica de aceite de oliva, la bodega y la atención a los turistas permita que ellos puedan seguir nuestros pasos, con la ventaja de tener el emprendimiento armado. Para nosotros lo más importante es haber logrado hacer coincidir este emprendimiento con nuestro proyecto de tener toda la familia unida, viviendo en la finca”, aseguran los Camargo cuando se les pide un balance de su experiencia.
Inflando el pecho, generando arraigo, aportando a la comunidad local y nacional, la historia de los Camargo se puede definir por algunas de sus propias producciones: dulces y orgánicos.
“Para nosotros eso es muy valioso. Nuestros visitantes coinciden en esto, pues lo plasman en los mensajes que nos dejan en nuestro libro de visitas, en nuestras redes sociales y en la página de turismo Tripadvisor, a través de la cual llegan a conocernos muchas veces. Eso nos hace muy felices. Poder estar acá, donde queremos, haciendo lo que nos gusta y mostrárselo a nuestros visitantes es una gran alegría. La crisis nos dio una oportunidad. Y hemos logrado aprovecharla”, concluyen con una sonrisa.