El equipo de investigadores del Instituto de Tecnología de Alimentos y Procesos Químicos (ITAPROQ), que coordina la investigadora del Conicet, Ana María Pilosof (foto), desarrolló un aceite de chía nanoemulsionado (una gota de tamaño invisible al ojo humano), que se puede agregar a bebidas industriales y jugos de fruta.
Hasta ahora, no existía un producto similar tan fácil de digerir ya que este aceite se consume en cápsulas o en semillas.
Para ellos, lograr este avance fue todo un desafío tecnológico. “Agregar un aceite a un líquido fue el escollo, pero logramos sortearlo trabajando a escala nanométrica: generando una gota de aceite de chía del tamaño de alrededor de los doscientos nanómetros, es decir, invisible al ojo humano pero no del todo invisible a la luz”, explicó Pilosof.
Por su parte, dice la investigadora, que el objetivo era poder incorporar el aceite a productos de consumo masivo, por eso pensaron en las bebidas. “Fue como traer un poco al alcance de la gente y de lo cotidiano el omega 3”, asegura. El trabajo que se planteó el equipo surgió a partir de que, en el año 2015, un productor de chía les requirió algún producto que permitiera aumentar el valor agregado de la semilla o sus derivados.
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Una vez que tuvieron todo listo, surgió algo inesperado: los científicos conocieron que el “Código Alimentario Argentino” no reconocía al aceite de chía como un aceite comestible. Entonces, fue el momento de ponerse a andar. Liderados por Pilosof, llevaron adelante toda una gestión para incorporar al aceite de chía como un aceite comestible al código y lo lograron a fines del año 2017.
“En el 70 por ciento de los países del mundo la población no consume la cantidad de Omega 3 que se recomienda para la salud y una buena dieta. Entre ellos, está Argentina, toda Latinoamérica, Estados Unidos, Europa. Esta sería una forma de aumentar la ingesta de este aceite esencial, de una forma más amigable que tomándose una cápsula”.
El dato
La chía es un “superalimento” vegetal, rico en Omega 3, importante para el desarrollo del cerebro, sobre todo en bebés y embarazadas, en la prevención de la salud cardiovascular e incluso contra la depresión. El cultivo es reconocido en América de la época precolombina, pero con la conquista española desapareció y recién a principios de los 90 volvió a sembrarse en Latinoamérica, sobre todo en México, pero también tuvo gran impulso en Argentina.
