El presupuesto es la principal ley de ordenamiento que se debe dar un Estado año tras año. Lamentablemente, desde hace un buen tiempo ya no lo discutimos como corresponde. El hecho de que esta falta se haya vuelto costumbre y pase, por lo tanto, casi desapercibida es más grave aún.
Si al planificar la economía familiar tu pareja sostuviera que precisa 500 pesos para hacer todas las compras mensuales del supermercado, seguramente no cuestionarías su estimación sino que te sorprenderías. Y no la tomarías en serio, porque correrías el riesgo de que su error de cálculo en ese rubro termine afectando otros gastos. Si un empresario de una pyme dijera que el año que viene va a vender un 30% más, que la inflación será un tercio de la que existe en este momento y que mejorará significativamente la calidad de sus productos, más que los supuestos utilizados sus socios pondrían en duda su sanidad mental.
Sin embargo, esto es lo que ocurre con el presupuesto nacional. El sancionado en octubre de 2013 para este año ya había alcanzado su meta de inflación anual en marzo. Y el tipo de cambio oficial establecido quedó viejo ya el 17 de diciembre pasado, es decir inclusive antes de que comenzara el 2014. A esta altura del año, se estima que en materia de actividad económica habrá una diferencia no menor a ocho puntos porcentuales entre lo que el Gobierno pensó que ocurriría (6,2% de crecimiento) y lo que, finalmente, sucede. Realmente, hay que hacer muchos esfuerzos para presupuestar tan mal.
Algo similar ocurre con el correspondiente al 2015, que se acaba de aprobar en la Cámara baja. En él se prevé que la tonelada de soja cotizará a 482 dólares. Hoy ya vale 130 dólares menos y hasta un diputado oficialista reconoció el error: “Desde ya les digo que la soja no va a estar a 482 dólares”. La diferencia en el precio representará una pérdida fiscal de alrededor 25.000 millones de pesos. Por otro lado se proyecta que sólo habrá 143 mil nuevos jubilados, cuando hace dos meses se aprobó una moratoria que permitiría el acceso al sistema previsional a 475.000 nuevos beneficiarios: esto implicará erogaciones adicionales por no menos de 10.000 millones de pesos más que lo previsto en el presupuesto.
Solamente estas dos cuestiones representan un faltante conocido de antemano de 35.000 millones de pesos. Si ya lo sabemos, la pregunta obvia es: ¿Por qué no lo corregimos a tiempo? Sencillamente porque el kirchnerismo no tiene ganas de discutirlo, y entonces lo impide. Otra vez un tema fundamental queda sujeto a una metodología de aprobación exprés: sin posibilidad de interacción y negando correcciones imprescindibles. Este año el supuesto “debate” insumirá casi la mitad del tiempo habitual: apenas 38 días desde su presentación hasta su aprobación en el Senado, que será 22 de octubre, contra más de 73 como promedio de 2003 a 2010.
Para comprender la gravedad de esta situación hace falta alejarse de la coyuntura, dejar de lado la actividad legislativa actual y mirar lo que viene ocurriendo con nuestro Estado desde hace un buen tiempo: aun en momentos en que hay significativamente más recursos, no logra acumular mejoras sostenidas para sus ciudadanos. Pensemos: ¿Cuántas cosas nos hace más fácil el accionar estatal hoy que hace 5, 10, 15, 20 o 30 años? ¿Se elevó la calidad de la educación pública? ¿Los hospitales funcionan mejor? ¿Estamos más seguros? ¿Es más sencillo acceder a la vivienda propia? ¿La infraestructura se ha modernizado?
Y el problema no es de recursos. Es de no saber qué hacer con ellos. Precisamente por ello es que es tan importante tomar seria y rigurosamente el presupuesto. Si se compara el nivel de gasto de 2014 con 2003, ajustado por inflación, el gobierno nacional tiene 720.000 millones de pesos más que en 2003. Si dividimos esa cifra por cada una de las familias argentinas, tenemos 72.000 pesos anuales por cada una, es decir 6000 pesos adicionales por familia por mes. ¡Comparado con el año 2000, el Estado nacional tiene hoy 2,6 veces más recursos reales -es decir, ajustado por inflación- por habitante! Y una tendencia fuertemente creciente también se puede observar en provincias y municipios, es decir que atraviesa a todos los niveles de Gobierno y espacios políticos. Con semejantes cifras, deberíamos sentir impactos positivos claros, obvios, en nuestra vida cotidiana. Pero ello no ocurre.
Nuestro Estado no tiene claro a dónde va. Sólo sabe recaudar y gastar, pero sin una noción clara de para qué. Puede disponer de más recursos, pero ha perdido la capacidad de brindar beneficios incrementales en el tiempo para sus ciudadanos. Este es un problema medular de nuestra sociedad. Y para comenzar a resolverlo debemos, como primer e imprescindible paso, discutir el presupuesto de otra manera.
Por Martín Lousteau. Economista
Fuente: La Nación