El transporte ferroviario requiere mucha inversión de capital y, además, dicho capital es indivisible: puedo armar una vaquita con tres amigos, comprarme una combi, y prestar el servicio de transporte entre Moreno y Once, pero no puedo, aunque costase lo mismo, comprar una locomotora y un vagón, y meterlo en la vía y prestar el mismo servicio.
Mientras fue un “monopolio” tanto en el transporte de pasajeros como en el de carga, el sector privado, en la medida en que tuviera detrás un gran mercado de capitales estable, pudo participar de este negocio. Cuando surgieron las autopistas y el transporte automotor, y cuando el sistema productivo de “just in time” y los nuevos canales de distribución le dieron preeminencia al transporte de carga por camión, por ser mucho más flexible y adaptable, el tren quedó relegado a transportar commodities a granel, en largas distancias y fue reduciendo su papel como transportador de pasajeros, mientras la inversión se fue concentrando en el Estado, único capaz de poner dinero a largo plazo, a pérdida.
El tren está retrocediendo en todo el mundo porque, pese a ser más eficiente y menos contaminante, para transportar pasajeros requiere mucha inversión pública, que sólo pueden hacer, y muy limitadamente, países que tienen mercados de capitales profundos en sus propias monedas y reputación para colocar deuda. Los países cuyos bancos centrales, en lugar de defender el crédito y la moneda, se dedican a recaudar el impuesto inflacionario y ser un apéndice del Tesoro, destruyen el mercado de capitales en moneda local y, por lo tanto, no pueden financiar inversión de largo plazo ni colocar deuda. (Ni que hablar si tienen mala reputación como deudores.)
Le doy algunos números. Europa, datos al 2006, transporte de carga: 46% en camión, 11% en ferrocarril. Pasajeros: automotor 83%, ferrocarril: 7%.
Entre 1990 y 2005, en Europa se levantaron 15 mil km de vías férreas; en Estados Unidos, 38.500 km. En 1930, la red norteamericana de ferrocarriles era de 418 mil km. Hoy es de 154 mil km.
El ferrocarril, en el mundo europeo que podía, antes de la crisis, darse el lujo de inversiones públicas faraónicas, financiadas en sus mercados de capitales, es un transporte para clase media y alta, que puede pagar pasajes caros, dado que se ha perdido la posibilidad de subsidiar con el transporte de carga. Esos pasajes relativamente caros permiten una combinación de subsidio público y pasaje pagado por el privado más o menos sustentable. Los sectores de menores recursos no viajan en tren, viajan en ómnibus, que requieren menos inversiones.
En la Argentina, el Estado populista, que predomina desde hace décadas en diversas formas, invierte muy poco en infraestructura pública, no cuenta con un mercado de capitales de largo plazo, ni para los privados ni para los gobiernos. Entonces, gasta lo que “sobra” en cada ejercicio, en base a urgencias o conveniencias políticas. Sin prioridades ni pensamiento estratégico y todo es táctica y “anuncios”. Ejemplos del caso ferroviario: el soterramiento del Sarmiento se licitó en 2006 y todavía no hay nada. También en 2006, se licitaron 25 trenes de doble piso; sólo se hicieron cuatro. Ni que hablar de renovación de vías o cosas más estructurales.
Se vive del capital pasado y se “ata con alambre” lo que hay. Encima, este gobierno decidió regalar el boleto, que sólo financia un sexto del costo total, y darles los fondos directamente a los concesionarios –que los usan para financiar aumentos de salarios (el 70% del subsidio), para una asociación ilícita y ahora criminal–, con los que los tiene que controlar y lo que queda no debe ser más que el 10% del total, para hacer el mínimo mantenimiento. El transporte por tren es, por lo tanto, para los pobres, mientras las clases media y alta viajan en muy buenos micros de larga distancia, o en automóvil o en avión.
El Estado populista gasta en aviones para ricos, y en fútbol y TC para todos. Viajar en tren es muy barato –de hecho, paga el que quiere–, pero, obviamente, el servicio es pésimo y con deterioro creciente, y el viaje se ha convertido en una ruleta rusa colectiva.
La solución no es estatizar el servicio, porque ya está estatizado. La solución pasa por invertir y mucho. Y para ello hace falta, claramente, otro Estado. Este mata.
* Enrique Szewach. Economista